domingo, 10 de junio de 2012

Por favor, no me llaméis emprendedora



Fijar los marcos de pensamiento es uno de los grandes esfuerzos de los gobiernos para delimitar el escenario de lo posible. La sociedad se sienta delante del tablero, ya impuesto y con las reglas de juego definidas. Lo más que se puede hacer es ficcionar alguna de ellas. Pero nada de cuestionar el tablero o querer dibujar otro mapa de acción. El Monopoly es algo más que un ingenuo juego de mesa. El neoliberalismo se ha encargado de que el acervo social sea económico o no sea.
El adoctrinamiento empieza por las palabras. El poder encapsula su dominación en el lenguaje. Secuestra conceptos y la sociedad sucumbe a una especie de Síndrome de Estocolmo. Repite términos como mantras y así, la vida es lo que pasa dentro de esas palabras que no se pueden cuestionar. O estás con nosotros o estás contra nosotros. Ese es el único mundo posible.
Uno de esos conceptos que el neoliberalismo se ha encargado de fagocitar como bandera ha sido el término emprendedor. La ciudadanía ha hecho que se convierta en lema del modelo incuestionable. Ser emprendedor mola. La figura del empresario tiene un deje más conservador, sin embargo emprendedor es el eufemismo perfecto que el capitalismo moderno se ha inventado para hacer más cool la misma idea, seguir haciendo proselitismo del mismo marco de lo posible.
No pongo en duda los legítimos intereses de muchas de las personas que se etiquetan bajo este concepto, ni el derecho a que cada cual se denomine como le venga en gana. Me parece estupendo que la gente tenga ideas y las quiera desarrollar. Lo que me atrevo a plantear es lo que puede haber detrás de que un término se convierta en tendencia.
Jaron Rowan, en su libro Emprendizajes en cultura habla de la figura del emprendedor "siempre señalada en positivo, se magnifican sus cualidades, no se pone en duda su potencial y a través de la reiteración, el emprendedor se ha convertido en elemento emblemático del crecimiento económico contemporáneo". El término se asocia a la independencia, la valentía, la capacidad de asumir riesgos, a la innovación, la creatividad, etc. El buonismo del emprendedor es incuestionable. La precariedad a la que muchos emprendedores se ven sometidos se esconde debajo de la alfombra. La posibilidad de articular otras figuras que actúen en una esfera de transformación social más allá del desarrollo económico, también. Es más, creo que uno de los peligros de los discursos de creación de ecosistemas emprendedores, últimamente tan de moda, es que pueden derivar en procesos de gentrificación o aburguesamiento, es decir, que ante una intervención urbana en un barrio deteriorado, en lugar de mejorar las condiciones de vida de la población autóctona, esta se ve desplazada por otra de mayor nivel adquisitivo.
Como decía el pasado 20 de mayo Jordi Oliveras en el editorial de la revista digital Nativa, "dos actitudes distintas ante el mismo mundo. Unos creen que todo es cuestión de impulso personal, los demás piensan que hay que cambiar el marco social". Del competir emprendedor al compartir transformador. La inevitable impronta ideológica del lenguaje.

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