A los que pierden ( El Periódico de Aragón - 06/06/2015 )
Tuve una infancia vacía de victorias. Mi padre jamás me dejó ganar si jugábamos a algún juego de mesa. Cuando mi hermana y yo éramos pequeñas, mi madre se cabreaba con él porque jugaba al parchís como si se hubiera apostado la vida y no cedía a facilitarnos que le comiéramos de vez en cuando alguna ficha. Él pensaba que si ganábamos, tenía que ser por nuestro empeño y suerte y no por el fallo intencionado de los demás parra darnos el triunfo. Como si la gloria se pudiera ceder como quien cede el asiento en el autobús. Nunca supe a qué sabía ganar así que aprendí a vivir con la frustración de no conseguir siempre lo que se quiere. Yo todavía pertenezco a una generación que creció sin aire acondicionado en los viajes infinitos en coche, sin suelo blando en los parques y sin trofeos para todos los participantes. Creo que la única medalla de una competición que tengo la conseguí por cambiársela a un niño por un taco de cromos repetidos. Me asusta cuando algo me sale bien porque me pilla con el cuerpo desacostumbrado al éxito. A la explosión controlada del éxito que se puede tener si te eligen para un puesto de trabajo, sale un proyecto que te entusiasma o te felicitan por algo que has hecho. Conquistas pequeñas que te proporcionan tanta alegría que te da miedo. Como si pensaras que el equilibrio cósmico no permite que el júbilo dure por mucho tiempo y cuando lo tocas, alguna tragedia te está acechando en la próxima partida. Imagino que no ser una privilegiada también es esto. Sé que es diferente acumular derrotas a saber deambular por ellas. Desde aquí mando un saludo cariñoso para todos los coaches y expertos en modelarte para que asumas las claves del éxito. Lo más útil que se puede hacer con sus lecciones es fabricarse un cepillo de púas gruesas con el que rascarse la espalda. Al otro lado están los discursos de aceptar el fracaso que huelen a fritanga con el aceite recalentado. Creo que el esfuerzo no está tanto en conseguir triunfar ni aprender del error como en ser consciente que es mucho más habitual que la vida no te coloque permanentemente subida al podio en todo. Y hay gente que no ha aprendido que hay mundo más allá de salirse siempre con la suya. Mira a Esperanza Aguirre. Los resultados de las elecciones le han dejado el gesto mucho más torcido que el que le viene dado de serie. A Aguirre se le ha quedado la cara de la niña a la que han elegido la última para formar equipo en los juegos del colegio. Y no ha podido llevarse la pelota con el argumento de que era suya. Como su costumbre es ajena a la mortalidad de perder, se ha enfadado con el tablero. Ese es el problema de cómo ha ejercido el poder, pensando que nunca podría perderlo. Educar en la conquista permanente hace que gestiones el éxito como si fuera un club privado. Tu espacio y el de los tuyos. Por eso te embruteces cuando el espejo no te dice que eres la más guapa. Es un no, es para ti, ponte cómoda. Gracias, papá, por no dejarme ganar nunca.
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